martes, 17 de marzo de 2009

¿Que tanto han cambiado las cosas?

La economía colonial estaba regida por los mercaderes, los dueños de las minas y los grandes propietarios de tierras, quienes se repartían el usufructo de la mano de obra indígena y negra bajo la mirada celosa y omnipotente de la Corona y su principal asociada, la Iglesia. El poder estaba concentrado en pocas manos, que enviaban a Europa metales y alimentos, y de Europa recibían los artículos suntuarios a cuyo disfrute consagraban sus fortunas crecientes. No tenían, las clases dominantes, el menor interés en diversificar las economías internas ni en elevar los niveles técnicos y culturales de la población: era otra su función dentro del engranaje internacional para el que actuaban, y la inmensa miseria popular, tan lucrativa desde el punto de vista de los intereses reinantes, impedía el desarrollo de un mercado interno de consumo.

Una economista francesa (34 J. Besuiesu-Garnier, L'économie de 1'Améreque Latine, París, 1949` sostiene que la peor herencia colonial de América Latina, que explica su considerable atraso actual, es la falta de capitales. Sin embargo, toda la información histórica muestra que la economía colonial produjo, en el pasado, una enorme riqueza a las clases asociadas, dentro de la región, al sistema colonialista de dominio. La cuantiosa mano de obra disponible, que era gratuita o prácticamente gratuita, y la gran demanda europea por los productos americanos, hicieron posible, dice Sergio Bagú «una precoz y cuantiosa acumulación de capitales en las colonias ibéricas. El núcleo de beneficiarios, lejos de irse ampliando, fue reduciéndose en proporción a la masa de población, como se desprende del hecho cierto de que el número de europeos y criollos desocupados aumentara sin cesar». El capital que restaba en América, una vez deducida la parte del león que se volcaba al proceso de acumulación primitiva del capitalismo europeo, no generaba, en estas tierras, un proceso análogo al de Europa, para echar las bases del desarrollo industrial, sino que se desviaba a la construcción de grandes palacios y templos ostentosos, a la compra de joyas y ropas y muebles de lujo, al mantenimiento de servidumbres numerosas y al despilfarro de las fiestas. En buena medida, también, ese excedente quedaba inmovilizado en la compra de nuevas tierras o continuaba girando en las actividades especulativas y comerciales. (35 Sergio Bagú, Economía de la sociedad colonial. Ensayo de historia comparada de América Latina, Buenos Aires, 1949)

En el ocaso de la era colonial, encontrará Humboldt en México «una enorme masa de capitales amontonados en manos de los propietarios de minas, o en las de negociantes que se han retirado del comercio». No menos de la mitad de la propiedad raíz y del capital total de México pertenecía, según su testimonio, a la Iglesia, que además controlaba buena parte de las tierras restantes mediante hipotecas (36 Alexander van Humboldt, Ensayo soba el Reino de la Nueva España, México, 1944). Los mineros mexicanos invertían sus excedentes en la compra de latifundios, y en los empréstitos en hipoteca, al igual que los grandes exportadores de Veracruz y Acapulco; la jerarquía clerical extendía sus bienes en la misma dirección. Las residencias capaces de convertir al plebeyo en príncipe y los templos despampanantes nacían como los hongos después de la lluvia.

Tomado de: Las venas abiertas de América Latina, Eduardo Galeano.

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